domingo, 6 de junio de 2010

Elegancia rusa al piano


Una de las últimas grandes damas del piano regresa al Ciclo Grandes Intérpretes de Madrid, al que acude siempre que su agenda se lo permite desde que lo visitó por primera vez hace once años, donde, al igual que ahora, dedicó su programa a Schubert. Nacida en Tiflis, Georgia, y formada en el Conservatorio de Moscú, Elisabeth Leonskaja está considerada como una de las intérpretes de referencia del teclado ruso del siglo XX, gracias a su vinculación artística con uno de los más grandes pianistas del siglo, Sviatoslav Richter, quien dijo de ella que era su «heredera».
En su última aparición en la Sala Sinfónica del Auditorio Nacional de Música, Leonskaja nos presenta a un Franz Schubert más muerto que vivo que se siente en las últimas tres sonatas para piano del compositor, la D 958, D 959 y D 960, concebidas para ser escuchadas en sucesión inmediata, como una trilogía. De hecho, en sus manuscritos se lee «Sonata I, II y III». Y de esa manera las tocó el compositor en septiembre de 1828, durante una de las habituales y famosas veladas musicales en casa de uno de sus célebres amigos, el doctor Ignaz Menz. Fue la última vez que hizo música para ellos, porque murió ese mismo año a causa del tifus.
Las obras, que tardaron en ser incluidas en el repertorio de los pianistas de primera fila debido a sus exigencias técnicas, reflejan la angustia de los últimos meses de vida de Schubert (que tenía 31 años), porque los temas principales siempre se ven abocados a un universo de profunda melancolía. Algunos críticos han encontrado reminiscencias de las últimas sinfonías de Mozart, pero lo cierto es que la influencia de Beethoven es determinante, especialmente en la primera, donde algunos pasajes pueden confundirse con el Egmont que el genio de Bonn compuso para ponerle música a la obra homónima de Goethe. La segunda siempre ha tendido a ser eclipsada por las otras dos en el gusto del público y de los intérpretes, a pesar de que es la más lírica de la trilogía; y la última, considerada por los críticos como la cima artística de las composiciones para piano de Schubert, es la que más se aleja de la influencia de la primera.
Leonskaja se guía por un instinto musical cargado de seguridad y expresividad a partes iguales, que le permite una gran flexibilidad en el fraseo, a veces mozartiano, que siempre acaba en un Schubert entregado a una desesperación destructiva llena de acordes vigorosos, donde Leonskaja no siempre arriesga. Pero su técnica puramente rusa, virtuosa, brillante y exquisita en la pulsación, se clava en la mente de los oyentes, incluso en aquellos momentos en los que la música se desvanece entre silencios con una carga dramática asombrosa. Leonskaja mima sutilmente los detalles, hasta que las interrupciones abruptas vuelven a sumergir la melodía en el más absoluto pesimismo.
Pese al «fenómeno» de la Sala Sinfónica del Auditorio Nacional, que provoca que extrañamente el público sienta la necesidad de toser mecánicamente al ritmo de las pausas entre movimientos, como si fueran relojes, Elisabeth Leonskaja se siente cómoda en Madrid, y entre las tradicionales flores y la oleada de aplausos de un público entregado a pesar de todo, regala más Schubert. Y después, más Schubert. Hasta que el tiempo, que había sido olvidado durante las dos horas de concierto, vuelve en sí y desaloja del recinto a quienes se resistían a que la velada tocara a su fin.