sábado, 21 de noviembre de 2009

¿Jaque mate?

En noviembre es difícil dormir. El olor a navidad que desprende el recuerdo del puesto de castañas de cierta calle de cuyo nombre no quiero acordarme, la luz de la farola de enfrente que ilumina la almohada y el frío con calefacción, consiguen alejar el sueño más que un gotero de cafeína conectado a la sangre. Es entonces cuando Nat King Cole es mejor compañero de viaje que nunca. Y a volar...

Esta es la historia de amor de un tablero de ladrillos alternados en el que habitaban, a ambos lados opuestos, dos matrimonios reales. Dos torres presidían los dos territorios, teniendo cada cual una servicial corte real que acompañaba a los monarcas durante la estancia en sus respectivos reinos, donde eran aclamados por sus fieles alfiles, que los protegían del enemigo. Pero lo cierto es que ambas parejas no eran felices. El rey del reino claro era egoísta y trataba muy mal a la dama, que se pasaba el día llorando. Por el contrario, la del territorio oscuro era una frívola que se dedicaba a ridiculizar constantemente al bueno de su marido, que un buen día emprendió la marcha y escapó lejos del reino a lomos de su caballo. A la dama del bando claro, al mismo tiempo, le alegró profundamente que la enviasen fuera de los límites de su reino, porque eso significaba la libertad de entre las garras del egoísta de su marido. Y así fue como la dama y el rey de dos bandos enemigos se vieron por primera vez en el centro del tablero: ella, delicada y tímida, un par de cuadros negros más allá, y él, rotándole al sol intermitentemente uno o dos blancos cada día, como hace la Tierra. Más de una vez hubiese dado sus ojos azules por poderse acercar al cuadrado verjado desde donde ella soñaba con rozarle con los suspiros que se escapaban mientras respiraba. Pero como en todo juego de guerra o de amor, el enemigo nunca sabe cuál va a ser el siguiente movimiento. Y así pasaron primero los días, después las semanas, y más tarde los meses, con el mismo escenario y las mismas piezas de ajedrez que dependen de una fuerza superior que las desplace por el tablero. Y desde entonces, cada noche se preguntan impotentes si al día siguiente estarán más cerca que el día anterior. Pero el reloj, imparable, se ha convertido en un cronómetro de cuenta atrás que ya marca el final.
¡Maldito tiempo y maldita partida que nunca termina!


domingo, 15 de noviembre de 2009

Y esperando se le fue el tiempo

Érase una vez una hermosa princesa que vivía en un suntuoso castillo. Su padre, que era el monarca de una gran región y un hombre serio y recto, se desvivía por su hija, a la que cuidaba y protegía de todas las desdichas humanas. De esta manera, la joven, responsable y amante de las pequeñas cosas, creció rodeada de cariño, virtudes y dones. Y así, con el paso de los años, fue abandonando la niñez y se convirtió en la dama más hermosa, inteligente y culta de la región, de modo que todos los príncipes de los reinos vecinos la pretendían. Fue entonces cuando cundió el temor en el rey, su padre, que conocedor de la ingenuidad e inexperiencia de la joven y celoso de la belleza de la que su hija era dueña, la encerró en la torre más alta de la vasta fortaleza por miedo a perderla. “En lo alto de esta torre permanecerás, hija mía, hasta que tus cabellos acaricien el suelo sobre el que gravitamos. Y cuando llegue ese día, sólo aquél que logre trepar por ellos, será merecedor de tu honor y podrá desposarte”. Y de este modo pasó el tiempo, las hojas secas dieron paso al estallar de las flores, y el calor al frío, y así transcurrieron los años, mientras la princesa, sola y desconsolada, contemplaba los lentos milímetros que crecían sus cabellos. Pero un buen día, despertó sobre el alféizar con una inmensa melena larga. Los príncipes que años atrás la habían pretendido, se pusieron sobre aviso, y, calculando el largo tiempo transcurrido, comenzaron a peregrinar hacia el castillo de la dama de la larga cabellera. Pero el cabello de la joven se había vuelto punzante y cresposo con el paso del tiempo y ningún noble caballero entre tantos logró ascender hasta la torre. Y con el transcurso de los años, las zarzas se adueñaron de aquel suelo, las paredes de la fachada se volvieron resbaladizas y el cabello de la princesa, tan endeble que se desgarraba a cada intento. De modo que la rendición dominó a la afluencia, que dejó de intentarlo. Y así, viendo cómo sus cabellos se encanecían y su piel se volvía flácida, la princesa vivió infinitamente asomada al alféizar a la espera mientras contemplaba el cambio de los campos que se extendían ante ella.