viernes, 31 de diciembre de 2010

Bienvenido seas, 11

2010 siempre estuvo destinado a marcar el final de una época y el inicio de otra. Al fin y al cabo, ¿qué se puede esperar de un año que acaba con una década? Empieza desde cero, ensayando de cara al espejo, se construye, y, añadiéndose otra cifra, se reinventa para dar paso a algo mejor. 2010 se lleva con él los locos y felices años universitarios, responsables de horas de destrucción y gloria, pero deja tras de sí el amor infinito al futuro y a Madrid. En el año que termina, la primavera dio sus primeros pasos en una redacción, y a ritmo de tecla y ratón pudo vivir el Madrid del libro, de la música, del mundo entero. Y contarlo. El verano pisó fuerte el acelerador, y desafiando a la incredulidad y poniéndole anteojeras a las neuronas, se plantó al otro lado del transistor, donde el tiempo dejó de existir. Y teléfonos, micrófonos y gente. Mucha gente. Y la felicidad infinita que un frasco de perfume no puede contener. Y siempre bien acompañado del inevitable signo de la prosperidad, que empieza por E y que creyó que el otoño le daba la victoria. ¡Qué pena!, sus dueños siempre están al acecho de tus desgracias. Pero el frío es buen consejero, y el invierno, que siempre consigue lo que quiere, lo celebra viajando a tierra de faraones con atuendo de verano. Y así despide al 10 de un año 10, dejando paso a un 11 que recibe el testigo con ganas de continuar el camino que tiene marcado.

domingo, 6 de junio de 2010

Elegancia rusa al piano


Una de las últimas grandes damas del piano regresa al Ciclo Grandes Intérpretes de Madrid, al que acude siempre que su agenda se lo permite desde que lo visitó por primera vez hace once años, donde, al igual que ahora, dedicó su programa a Schubert. Nacida en Tiflis, Georgia, y formada en el Conservatorio de Moscú, Elisabeth Leonskaja está considerada como una de las intérpretes de referencia del teclado ruso del siglo XX, gracias a su vinculación artística con uno de los más grandes pianistas del siglo, Sviatoslav Richter, quien dijo de ella que era su «heredera».
En su última aparición en la Sala Sinfónica del Auditorio Nacional de Música, Leonskaja nos presenta a un Franz Schubert más muerto que vivo que se siente en las últimas tres sonatas para piano del compositor, la D 958, D 959 y D 960, concebidas para ser escuchadas en sucesión inmediata, como una trilogía. De hecho, en sus manuscritos se lee «Sonata I, II y III». Y de esa manera las tocó el compositor en septiembre de 1828, durante una de las habituales y famosas veladas musicales en casa de uno de sus célebres amigos, el doctor Ignaz Menz. Fue la última vez que hizo música para ellos, porque murió ese mismo año a causa del tifus.
Las obras, que tardaron en ser incluidas en el repertorio de los pianistas de primera fila debido a sus exigencias técnicas, reflejan la angustia de los últimos meses de vida de Schubert (que tenía 31 años), porque los temas principales siempre se ven abocados a un universo de profunda melancolía. Algunos críticos han encontrado reminiscencias de las últimas sinfonías de Mozart, pero lo cierto es que la influencia de Beethoven es determinante, especialmente en la primera, donde algunos pasajes pueden confundirse con el Egmont que el genio de Bonn compuso para ponerle música a la obra homónima de Goethe. La segunda siempre ha tendido a ser eclipsada por las otras dos en el gusto del público y de los intérpretes, a pesar de que es la más lírica de la trilogía; y la última, considerada por los críticos como la cima artística de las composiciones para piano de Schubert, es la que más se aleja de la influencia de la primera.
Leonskaja se guía por un instinto musical cargado de seguridad y expresividad a partes iguales, que le permite una gran flexibilidad en el fraseo, a veces mozartiano, que siempre acaba en un Schubert entregado a una desesperación destructiva llena de acordes vigorosos, donde Leonskaja no siempre arriesga. Pero su técnica puramente rusa, virtuosa, brillante y exquisita en la pulsación, se clava en la mente de los oyentes, incluso en aquellos momentos en los que la música se desvanece entre silencios con una carga dramática asombrosa. Leonskaja mima sutilmente los detalles, hasta que las interrupciones abruptas vuelven a sumergir la melodía en el más absoluto pesimismo.
Pese al «fenómeno» de la Sala Sinfónica del Auditorio Nacional, que provoca que extrañamente el público sienta la necesidad de toser mecánicamente al ritmo de las pausas entre movimientos, como si fueran relojes, Elisabeth Leonskaja se siente cómoda en Madrid, y entre las tradicionales flores y la oleada de aplausos de un público entregado a pesar de todo, regala más Schubert. Y después, más Schubert. Hasta que el tiempo, que había sido olvidado durante las dos horas de concierto, vuelve en sí y desaloja del recinto a quienes se resistían a que la velada tocara a su fin.

jueves, 4 de febrero de 2010

El pez que se muerde la cola

Sé altivo, salvaje, histriónico, curioso, atrevido. Sé sensible, espontáneo, consciente, que yo te buscaré en todas las canciones, en el aire que respiro, en todo lo que toco, en la lluvia y en todos los libros que quedan por escribir. Y cuando consiga encontrarte, escaparé.

sábado, 21 de noviembre de 2009

¿Jaque mate?

En noviembre es difícil dormir. El olor a navidad que desprende el recuerdo del puesto de castañas de cierta calle de cuyo nombre no quiero acordarme, la luz de la farola de enfrente que ilumina la almohada y el frío con calefacción, consiguen alejar el sueño más que un gotero de cafeína conectado a la sangre. Es entonces cuando Nat King Cole es mejor compañero de viaje que nunca. Y a volar...

Esta es la historia de amor de un tablero de ladrillos alternados en el que habitaban, a ambos lados opuestos, dos matrimonios reales. Dos torres presidían los dos territorios, teniendo cada cual una servicial corte real que acompañaba a los monarcas durante la estancia en sus respectivos reinos, donde eran aclamados por sus fieles alfiles, que los protegían del enemigo. Pero lo cierto es que ambas parejas no eran felices. El rey del reino claro era egoísta y trataba muy mal a la dama, que se pasaba el día llorando. Por el contrario, la del territorio oscuro era una frívola que se dedicaba a ridiculizar constantemente al bueno de su marido, que un buen día emprendió la marcha y escapó lejos del reino a lomos de su caballo. A la dama del bando claro, al mismo tiempo, le alegró profundamente que la enviasen fuera de los límites de su reino, porque eso significaba la libertad de entre las garras del egoísta de su marido. Y así fue como la dama y el rey de dos bandos enemigos se vieron por primera vez en el centro del tablero: ella, delicada y tímida, un par de cuadros negros más allá, y él, rotándole al sol intermitentemente uno o dos blancos cada día, como hace la Tierra. Más de una vez hubiese dado sus ojos azules por poderse acercar al cuadrado verjado desde donde ella soñaba con rozarle con los suspiros que se escapaban mientras respiraba. Pero como en todo juego de guerra o de amor, el enemigo nunca sabe cuál va a ser el siguiente movimiento. Y así pasaron primero los días, después las semanas, y más tarde los meses, con el mismo escenario y las mismas piezas de ajedrez que dependen de una fuerza superior que las desplace por el tablero. Y desde entonces, cada noche se preguntan impotentes si al día siguiente estarán más cerca que el día anterior. Pero el reloj, imparable, se ha convertido en un cronómetro de cuenta atrás que ya marca el final.
¡Maldito tiempo y maldita partida que nunca termina!


domingo, 15 de noviembre de 2009

Y esperando se le fue el tiempo

Érase una vez una hermosa princesa que vivía en un suntuoso castillo. Su padre, que era el monarca de una gran región y un hombre serio y recto, se desvivía por su hija, a la que cuidaba y protegía de todas las desdichas humanas. De esta manera, la joven, responsable y amante de las pequeñas cosas, creció rodeada de cariño, virtudes y dones. Y así, con el paso de los años, fue abandonando la niñez y se convirtió en la dama más hermosa, inteligente y culta de la región, de modo que todos los príncipes de los reinos vecinos la pretendían. Fue entonces cuando cundió el temor en el rey, su padre, que conocedor de la ingenuidad e inexperiencia de la joven y celoso de la belleza de la que su hija era dueña, la encerró en la torre más alta de la vasta fortaleza por miedo a perderla. “En lo alto de esta torre permanecerás, hija mía, hasta que tus cabellos acaricien el suelo sobre el que gravitamos. Y cuando llegue ese día, sólo aquél que logre trepar por ellos, será merecedor de tu honor y podrá desposarte”. Y de este modo pasó el tiempo, las hojas secas dieron paso al estallar de las flores, y el calor al frío, y así transcurrieron los años, mientras la princesa, sola y desconsolada, contemplaba los lentos milímetros que crecían sus cabellos. Pero un buen día, despertó sobre el alféizar con una inmensa melena larga. Los príncipes que años atrás la habían pretendido, se pusieron sobre aviso, y, calculando el largo tiempo transcurrido, comenzaron a peregrinar hacia el castillo de la dama de la larga cabellera. Pero el cabello de la joven se había vuelto punzante y cresposo con el paso del tiempo y ningún noble caballero entre tantos logró ascender hasta la torre. Y con el transcurso de los años, las zarzas se adueñaron de aquel suelo, las paredes de la fachada se volvieron resbaladizas y el cabello de la princesa, tan endeble que se desgarraba a cada intento. De modo que la rendición dominó a la afluencia, que dejó de intentarlo. Y así, viendo cómo sus cabellos se encanecían y su piel se volvía flácida, la princesa vivió infinitamente asomada al alféizar a la espera mientras contemplaba el cambio de los campos que se extendían ante ella.